lunes, 26 de julio de 2010

Comiendo bucaros

Sillón de orejas - Babelia - El País

Comiendo búcaros
Manuel Rodríguez Rivero

En Madrid, la babilónica capital de principios del XVII ("hermoso abismo / de hermosura y de valor", la definía Tirso en La celosa de sí misma), todavía borracha de imperio y a la cabeza del mundo en esplendor contrarreformista, el colmo de la distinción femenina era poseer un rostro de palidez lunar, como el que a menudo exhibe, cuatro siglos más tarde, la mismísima Kate Moss. Para obtener esa blancura enfermiza y macilenta, una moda que arrasó entre las damiselas de la nobleza y fue condenada por la Iglesia, la receta más recomendada era comer arcilla, bien en tabletas (aderezadas caseramente con azúcar o almíbar), bien a las bravas, a base de pegarles frecuentes mordiscos a las vasijas de barro que hubiera por casa (las preferidas eran los búcaros portugueses de Estremoz). La ingestión de arcilla (comer barro, se decía) provocaba una variedad de clorosis conocida como "opilación". Para curar los estragos que producía esa anemia inducida, los galenos de la época prescribían infusiones (en ayunas) de agua con polvo de hierro, además de largos paseos para digerirlas. La Puerta de Atocha y los Prados (de San Jerónimo, del Soto), que eran los más frecuentados lugares de recreo y esparcimiento de la Corte, se poblaron de demacradas convalecientes que paseaban con sus dueñas reposando el mejunje y dirigiendo incitantes miradas a sus pretendientes. Por supuesto, tanto la muchacha opilada (fingida o verdadera, que hubo de todo) como la muy terapéutica moda de "tomar el acero" (nótense las connotaciones sexuales de la expresión, muy aprovechadas por los escritores barrocos) se convirtieron en objeto de crítica, burla o escarnio por parte de moralistas, poetas y, sobre todo, dramaturgos. El acero de Madrid, de Lope de Vega (edición de Stefano Arata en Castalia, 2000), estrenada en torno a 1608, es la comedia que trata el asunto de modo más explícito, aunque existan referencias literarias anteriores, como aquel romance anónimo de finales del XVI cuyo estribillo rezaba: "Niña del color quebrado, / o tienes amores o comes barro". He vuelto a pensar en el motivo literario de la opilación, que me apasiona desde que leí la citada obra de Lope, gracias al delicioso y breve ensayo El vicio del barro (Ediciones El Viso, 2009), de la impagable historiadora Natacha Seseña, en el que se rastrea la extravagante moda desde sus orígenes árabes hasta su plasmación en algunas de las obras de arte más significativas del Siglo de Oro, incluyendo Las Meninas (la próxima vez, fíjense en la pequeña vasija de color rojo que Agustina Sarmiento ofrece a la infanta Margarita). En cuanto a la señorita Moss -el icono trash de lo que va de milenio- les recomiendo el ensayo de Christian Salmon Kate Moss Machine, publicado por Península. Por lo demás, si se hartan del bronceado y desean cambiar de aspecto, dense una vuelta por Talavera, pongo por caso, y adquieran suficiente material para opilarse en otoño. De nada.

martes, 18 de mayo de 2010

POR SAN ISIDRO, CACHARROS

En este mayo isidril se cumplen 11 años de la Feria de la Cacharreria que se celebra en la Plaza de las Comendadoras. Parecerá a los más jóvenes que esa feria es algo tradicional en Madrid. Sin embargo, lo tradicional era que se vendieran cacharros alrededor de la ermita de San Isidro, donde se siguen vendiendo. Lo de la Plaza de las Comendadoras es un "invento" de quien esto escribe espoleada la imaginación por la propuesta del Alcalde socialista Tierno Galván y del concejal Enrique Del Moral. De todas las maneras, el "invento" estaba basado en realidades que ahora cuento.

En el Fuero de Madrid de 1202 no aparece entre los varios oficios citados el de alfareros. Brillan por su ausencia los olleros, los canteros, los loceros, incluso los tejeros y ladrilleros. Pero haberlos, los había. Se demuestra así que este" oficio vil" del barro queasí lo llamaban le ha costado entrar a codearse con otras profesiones que usaban también las manos pero con materiales más nobles: plata, seda, hilos de oro... Trabajar con las manos y con barro fue considerado como oficio bajo y rastrero durante todo el Antiguo Régimen. (¡Alfareros marginales como sus obradores y, sin embargo, tan sabios y con tanto conocimiento! Ojalá que los Museos Etnográficos guarden memoria en grabaciones y videos de los rastros de este noble oficio).

Los tejeros y ladrilleros son nombrados en la Ordenanza de la Villa de 1500. En los arrabales de aquel Madrid de barro y poca piedra, se situarían las tejerías en lugares abiertos y ámplios, para que el sol seque la obra recien hecha y se apile el ramón de los hornos. Estaban en lo que andando el tiempo se llamó Puerta Cerrada. Justamente en la calle de Barrionuevo, hoy Conde de Romanones, hubo unas famosas tejerías. A medida que Madrid crecía, las tejerías se iban alejando del centro. Hubo muchas, entre ellas Las Tejeras, en lo que fue primitivo y castizo barrio de Chamberí, hoy tan yuppi y lujoso.

FelipeII,convierte a Madrid en capital.Sabido es que la capitalidad supuso un crecimineto importante de la población y que las casas se extendieron por los llanos campos de los alrededores madrileños. La construcción de estas viviendas daría buen trabajo a todo un ramo del barro, porque eran casas terrizas, casas de un solo alto, conocidas como casas "a la malicia", no porque el "pecado" se aposentara en ellas, sino para escapar al impuesto o "regalía de aposento", que gravaba las que tenían más de una planta.

Peroen estas casas tristonas y poco aparentes,que sorprendían a los viajeros que se dejaban caer por Madrid, ¿qué cacharros usaban en la cocina y comedor?. En los 37 gremios censados en la Villa en 1622, aparece ya el de alfareros, aunque no tenemos noticia de dónde estaban sus talleres ni descripción de su mercancía, pero sí de que los cofrades del Gremio tenían que sacar el Paso de la Vera Cruz de la ermita de Nuestra Señora de Gracia. Debemos, por tanto, suponer que fabricarían pucheros y ollas de vidriado plumbífero y también menage de loza. Sabemos por un Arancel de precios de 1681 que había una "escudilla de Madrid del baño blanco" que costaba 7 maravedís; un "plato grande", de 14 y una "jofaina", de medio real. Bien barato, si lo comparamos con el precio del pan, que costaba 21 maravedís el kilo, y el aceite, que costaba 61 el litro.

Sin embargo, lo que en Madrid se utilizaba en casas y figones para el día a día eran cacharros venidos de la provincia. Y aquí las labores
de Alcorcón son protagonistas. De allí venían sus famosos pucheros, sus cazuelas, sus barreños y sus cántaros, ya que allí se fabricaban tanto para agua como para fuego. Grande fue la fama de la cacharrería de Alcorcón, demostrada en la abundancia de citas literarias, desde Lope de Vega hasta Eugenio Noel.Lope, en Al pasar del arroyo, escribe:"Muy delgado hermano, eres/ A tales hombre despachan/ por mujeres a Alcorcón/ que de barro se los hagan..." Todos los habitantes alcorconeros 200 en el siglo XVIII se dedicaban a la producción de barril, y todo se vendía en la capital compitiendo con Camporreal "mantequera, ollas" Chinchón, Navalcarnero, Alcalá de Henares aunque los barreños amarillos alcalaínos se orientaban más al mercado aragonés , Valdemorillo, Villarejo, Almonacid, Fuentelaencina... El agua de Madrid se refrescaba en los blancos botijos de Ocaña y se almacenaba, al igual que el vino, en las hermosas tinajas de Colmenar de Oreja. Y "de lo fino" la palma se la llevaban Talavera, Puente del Arzobispo y Manises.

De las fábricas reales del Buen Retiro y Moncloa,y sus porcelanas,me ocuparé en otra ocasión. Los madrileños compraban los cacharros enlos mercados de las Plazas del Alamillo y de la Paja, en Puerta de Moros, en las Vistillas y en las inmediaciones de la Puerta de Toledo y en la de San Vicente. Las lozas y barros se vendían, en cajones y tinglados que se armaban en esos puntos de la ciudad, junto a las hortalizas y otras mercancías de consumo cotidiano llegadas a la Villa, entre paja y a lomos de mulas o en modestos carromatos guiados por labradores y trajinantes. Las labores de barro de los pueblos alfareros limítrofes y las lozas decoradas de Talavera y de Manises ya en el siglo XIX , se disponían apiladas o extendidas en los improvisados puestos. El cartón de Goya, "El Cacharrero", es una ilustre prueba iconográfica de este sistema de venta tradicional. No existían "tiendas" donde se despachase alfarería, ni incluso, se la cita en el Bando de policía de 1591, que regula las condiciones para el disfrute de puestos de venta fijos en los soportales de la Plaza Mayor, y en las calles de Toledo, Mayor y Atocha, mientras que las mercaderías de otros oficios sí son nombradas en el citado Bando.

La escasez de alfares en Madrid es probada en la inexistencia de calles cuyos nombres aluden a la concentración en ella de talleres e industrias que alcanzaron importancia, tales como Cedaceros, Cuchilleros, Cabestreros, Curtidores... A diferencia de otros lugares con tradición cerámica importante, en Madrid no ha habido, que yo sepa, calle de Alfares,ni de Alfarerías, ni de Ollerías, como hubiera ocurrido de haber tenido la villa más "aplicación" a la cerámica, como dice Larruga. Precisamente el ilustrado autor nos proporciona valiosas noticias sobre la situación en el siglo XVIII. Existía la fábrica de loza de Don Vicente Entregues, situada en el corralón de los Agonizantes de la calle de Atocha, dónde se fabricaban azulejos, seguramente al modo talaverano. La fábrica de Gabriel Reato y la de Joseph Velasco, fracasaron en la fabricación de loza y hubo de contentarse fabricando caños, arcabuces y coladeras para el salitre. Era dificil, parece, competir con Talavera y Toledo en la fabricación de loza. Una vez más se demuestra cómo la carencia de una tradición no puede ser improvisada. No en vano, dónde ha existido esa tradición cerámica pueden triunfar empresas innovadoras. Si Triana y Talavera, a modo de ejemplo, pudieron actualizar sus producciones al estilo renaciente que trajo Niculoso Pisano,en el siglo XVI, se debió a una mano de obra ducha y numerosa y a un conocimiento de los secretos del oficio, indicadores de una fuerte tradición anterior. Lo mismo puede decirse de la obra "estampada" de Pickman en La Cartuja de Sevilla, ya en el siglo XIX.

Volviendo a Larruga, don Eugenio nos informa de las fábricas de Ramón Carlos Rodríguez, con talleres en la calle Lavapiés y en la de San Carlos, que fabricaron loza de buenas hechuras para los conventos de Capuchinos, Franciscanos y Trinitarios de la capital, y que hacían también cacharros de cocina tan resistentes como los de Alcorcón. El propio Larruga las visitó y conversó con el amo, en lo que me atrevo a decir fue la primera investigación de campo sobre la cerámica madrileña de sesgo popular.

Bienvenida sea esta XI Feria de la Cacharrería en la hermosa Plaza de las Comendadoras, no lejos de la casa de las Arrepentidas que existió entre la calle de San Benardino y San Leonardo y de La Galera cárcel de mujeres de la Calle San Bernardo. Barrio de mujeres, pues, de suspiros, de risas, de reflexiones, de escrituras y secretos que antes y ahora ocurren entre pucheros, ollas, jarras y lebrillos como atrezzo más habitual.

El País

30 años de la Feria de la Cacharrería


Es verdad que en este mundo la vida te da sorpresas, y una grande ha sido el homenaje que me han dado los cacharreros en la Plaza de las Comendadoras de Madrid, En 1991, habiendo ya publicado mi tesis y otros dos libros más sobre cerámica popular, se me ocurrió que muchos de los alfareros que trabajaban en España sólo conocían los puestos de botijos y cántaros a los pies de la Ermita de San Isidro en Madrid, y pensé entonces que había que dar a conocer a los madrileños las piezas de barro y loza que podían gustarles mucho. Y así fue. Elegí la Plaza de las Comendadoras por tener el tamaño y la limpieza de líneas que encajaba con la alfarería y la loza. Es un convento de la Orden Militar de Santiago, fundado por Felipe IV en 1650 pero cuyo elegante y limpio aspecto se debe y es muy notable, a Francisco de Sabatini en 1773, nada menos.

Natacha en la Feria

sábado, 27 de marzo de 2010

El Vicio del Barro en el Diario Los Andes - Perú


Comer barros

Edgardo Rodríguez Gómez

Muy arraigada en el subconsciente cristiano pervive aquella idea acerca de nuestro humano origen a partir de partículas de polvo a las que la divinidad habría insuflado vida. Desde nuestros inicios estaríamos así vinculados estrechamente al planeta llamado Tierra, un organismo viviente, en el que no sólo habitamos su superficie sino del que formamos parte en tal grado, que explicaría el nombre que lleva nuestra especie: Humano viene de humus, es decir tierra fértil, tal como lo recordaba hace pocos meses Leonardo Boff en una conferencia sobre las Tres ecologías.

Aparentemente, lo que ya no resulta tan asumido por creyentes y no creyentes es que si somos tierra, vayamos a comérnosla. La geofagia, sin embargo, constituye una costumbre extendida entre diferentes culturas y suele estar relacionada con ciertas prácticas medicinales sean tradicionales o científicas.

Comer tierra suele conllevar múltiples significados dependiendo del contexto cultural de quien lo practique y de quien observe la práctica. Por parte de estos últimos, lo habitual ha sido –y creo que sigue siéndolo- hacer recaer en ella críticas de diverso calibre al considerarse que ingerir polvo o barro no resulta del todo higiénico o es definitivamente pernicioso para la salud de quien los consume.

Otro significado, vinculado esta vez con la extrema pobreza, fue alcanzado en un seminario sobre el nuevo escenario político en América Latina organizado desde la Cátedra Ignacio Ellacuría de la Universidad Carlos III en la Feria del Libro de Madrid del año 2008, cuando un experto latinoamericanista, el profesor de origen chileno Marcos Roitman, transmitía a los asistentes su constatación de que la situación de Haití había llevado a su población famélica a elaborar y basar parte de su dieta en “tortas de barro”. Distinto sería el significado a descubrir ese mismo año cuando comencé a trabajar con la historiadora del arte Natacha Seseña, en la revisión de un libro suyo que viene de ser publicado: El vicio del barro.

Natacha Seseña, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, condecorada con la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes el mismo año que se la entregaron a Joaquín Sabina y Julián Marías, experta en cerámica de basto y autora de libros y artículos eruditos sobre Goya y Meléndez, que además venía de publicar su primer poemario titulado Falso curandero (2005), me planteó acompañarle en la parte final de una investigación que había comenzado dieciocho años antes y cuyas fuentes remitían a sus recuerdos de infancia de niña de la guerra civil española ante su primer encuentro con una obra de arte espléndida en el Museo del Prado: Las Meninas, o como se llamó en su tiempo La familia de Felipe IV, de Velázquez.

Sólo una persona con especial sensibilidad para el detalle y un afinado interés por los cacharros pudo percatarse de la presencia de un objeto en apariencia insignificante pero situado en la escena central de la pintura, que puede hoy ser escudriñada milimétrica y virtualmente en superalta resolución gracias a la tecnología de Google Earth mediante una visita al sitio del Museo del Prado. La escena capta a las célebres meninas (damas de honor) y a la infanta Margarita en el momento en el que una de ellas, María Agustina Sarmiento, ofrece a la princesa en literal bandeja de oro un rojo y abombado aunque pequeño objeto de barro. Natacha Seseña identifica el objeto de gran estima entre ricas y pobres del siglo XVII; se trataría de un búcaro, con antecedentes americanos, se fabricaba ya entonces en la península ibérica en tierras de Portugal y España.

Excelente investigadora, Natacha, embargada de inquietudes, se ha dedicado a ubicar el búcaro en su época, la del Siglo de Oro español, detectando sus señas en un verso de La Dorotea de Lope de Vega, sin que esté ausente en El Acero de Madrid, La necedad del discreto o Los melindres de Belisa. Góngora haría una referencia a él en Que pida un galán guindilla, Tirso de Molina en La peña de Francia, Quevedo en Casa de locos de amor y Calderón en La devoción de la cruz. Por supuesto que tampoco podía dejar de estar presente en el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha de Cervantes.

Partiendo de los datos literarios y la apreciación al detalle de pinturas, la investigadora desarrolla su tesis tras revisar libros de viajeros, cartas de reyes y nobles, reportes médicos y diccionarios: existió una práctica muy extendida en la España del siglo XVII consistente en comer los barros –otra denominación de los búcaros- a la que bautiza como bucarofagia. Para Natacha: “Comer arcilla ha sido práctica medicinal a lo largo de la historia, pero comer barro cocido en forma de vasija es otro cuento”; es más, nos dice, ingerirlos era pecaminoso y los efectos que se buscaba al consumirlos podían asimilarse a los de una “droga blanda”.

¿Y en tu país comen barro? -me preguntó en una pausa del trabajo-, solemos hablar de Perú y nos hemos montado espontáneamente un par de tertulias en días francos, una primera vez con las fotos que trajo su hermana tras el retorno de su viaje de aventura por Lima, Arequipa, Cusco y Puno; la otra con un regalo que Ediciones El Viso, la editorial que ha publicado su libro, le hizo hace casi un año cuando sacaron a la luz Tipos del Perú. La Lima criolla de Pancho Fierro (2008).

Le conté que la última vez que había comido “barro” fue durante una cosecha de papas huayro en el año 2002 junto a Don Bernardo Bruna y Doña Felipa Quispe, ambos históricos dirigentes de la Comunidad Campesina Collana Chillora de Caracoto, justo antes de venir a estudiar a España. Le informé que es un placer propenso al vicio saborear la huatia caliente, recién salida del horno de tierra, untada con el chacco diluido. Le comenté que quienes comemos la arcilla intuimos que es saludable pero el gusto de consumirla con las papas del altiplano, es como ella dice: “otro cuento”. No se me ocurriría intentar probarla con la insípida patata europea, aunque le traje de mi último viaje a casa una muestra de arcilla comprada en Cusco con meros fines experimentales.

Es que mi amiga Natacha se ha tomado muy en serio lo de experimentar y tratar de entender a cabalidad esa cultura que hay detrás de la ingesta del barro y su librito lo refleja. Hay algo más en su trabajo que confirma otro de los temas que apasiona a la historiadora: la historia de las mujeres. Siguiendo la senda de su Goya y las mujeres (2004) donde nos descubre al genio de la pintura interactuando con celebridades femeninas de la época y humanizado en el trato con su mejor amigo, el vicio del barro resulta una afición de princesas, hilanderas, monjas, moras, nobles, amantes, etc. Una historia recontada y reivindicada a partir de su infantil y emotivo encuentro con las meninas y aquella “vasijilla de humilde barro”, de esa tierra que estaría inscrita en lo más profundo de nuestros primeros orígenes.

http://www.losandes.com.pe/Opinion/20100323/34218.html